Ordenando los archivos de mi computador, entre antiguas fotos y documentos me encontré con este archivo que estaba rotulado como "FundStgo". Lo escribí en julio de 2007 a petición de mi padre, quien,como buen padre, encontraba que mis habilidades literarias superaban a las suyas (lo que no era cierto) y deseaba darle un toque de originalidad a un "Homenaje a la Patria" que estaba preparando para leer en una reunión formal.
Al releerlo me sorprendí a mi mismo por lo esperanzador del mensaje y belleza del lenguaje (esa es mi opinión, el lector tiene toda la libertad de disentir). Creo que también es atingente a este BLOG, así como a la realidad actual de nuestro país.
El 15 de septiembre de
1541 don Pedro de Valdivia contemplaba las humeantes ruinas del caserío
bautizado como “Santiago del Nuevo Extremo” siete meses atrás. Las lágrimas
resbalaban amargas por su garganta, mientras sus ojos secos y compasivos
recorrían las heridas de los cuarenta y ocho sobrevivientes de la heroica
epopeya… El ataque de los indios los había dejado con lo puesto, tres cerdos,
dos pollos y dos puñados de trigo. Casi todo se había perdido y no había
posibilidad de recibir ayuda del exterior; estaban solos…
El conquistador sintió
que su sueño había sido destruido y la angustia se anudó en su garganta. Las
lágrimas, sin otra vía de escape, comenzaron a enrojecer y humedecer sus ojos.
Para ocultar este momento de desazón, don Pedro descendió de su caballo, hincó
una rodilla en tierra y bajó la cabeza fingiendo buscar algo en el suelo. Su
vista nublada por la emoción permitió que su olfato percibiera, entre el humo y
el olor a muerte, el aroma del poleo, la manzanilla y el romerillo; y pensó que
rosas y claveles serían un buen complemento para esta tierra. Sus oídos se
aguzaron y escucharon a tencas y jilgueros que competían en cantos de alabanza
al sol primaveral; y sus recuerdos volaron con golondrinas, guacamayos y
canarios que se sumaron a este coro majestuoso de vida en expansión. Volvió a
inhalar profundamente y el aire le trajo gotas de humedad del río cercano,
bordeado por pataguas y hualles, entre los que sauces llorones darían sombra a
sus hijos, satisfechos por su trabajo diario y pudoroso abrigo al primer beso
de amor de sus nietos.
Ese día, don Pedro de
Valdivia hundió sus dedos en la tierra humedecida con la sangre derramada por
aborígenes y españoles y la presión de su palma encontró la suave firmeza del
pecho de la mujer que acababa de concebir un hijo. Entonces la brisa perfumó su
barba y el sol coloreó la palidez de sus mejillas. El viento y el sol alisaron
hasta desvanecer la preocupación que surcaba su frente y, con un largo y
liberador suspiro, el Gobernador de Chile se incorporó con una sonrisa de
determinación en sus labios.
Y la tierra cumplió su
promesa… Los cerdos y aves de corral se multiplicaron y los puñados de trigo,
sembrados y cultivados con igual esmero por caballeros y sirvientes, rindieron
una cosecha de doce fanegas. Conquistadores y aborígenes trabajaron codo a codo
y la tierra, regada por el sudor de dos mundos, brotó agradecida con
abundancia.
Y el sol primaveral
volvió a brillar año tras año, iluminando el juego cada vez más concurrido de
niños de piel bronceada que crecían fuertes y orgullosos, al cuidado de madres
de piel morena y padres de claros cabellos. Y esos niños poblaron el país,
abriendo caminos a la sombra de espinos y maitenes que compartían el sol con
álamos y eucaliptos, cultivaron la tierra sembrando junto a la papa y el maíz,
el trigo y la cebada y plantaron a la sombra de piñoneros y avellanos,
aromáticos cerezos y manzanos. Todo era acogido en el seno de la tierra
generosa y multiplicado con esplendidez, hasta que ya no era posible distinguir
entre las especies autóctonas y aquellas traídas de tierras lejanas.
Y así, cuando ya la
sangre y la carne del visionario conquistador formaban parte del follaje de un
bosque del Arauco indómito, su sueño de crear una patria en la que convivieran en
paz el viejo y el nuevo mundo, se convertía poco a poco en una realidad
plasmada en la naturaleza del país y en el homogéneo mestizaje de la nación
chilena.
Pero la vanidad y el
egoísmo del ser humano pueden destruir el sueño más hermoso. Por eso, cuando la
comodidad y la desidia amenazaban con
derrumbar los logros de tantos sacrificios, la naturaleza con rápidos arrebatos
de rebeldía derrumbaba, inundaba o abrasaba las orgullosas obras de los
hombres, obligándolos a recordar aquel día en que el abatido conquistador
comprendió que nada estaba perdido si se amaba la tierra y se olvidaban las diferencias entre los
hombres, para construir un futuro ideal.
De este modo los
chilenos templaron su carácter y fueron haciéndose concientes de su propia
identidad y, con la misma sonrisa de determinación con que Pedro de Valdivia
decidió forjar la patria doscientos setenta años atrás, sus jóvenes
descendientes proclamaron su madurez y derecho a la autodeterminación
enarbolando un tricolor que simbolizaba un nuevo país y una nación soberana.
Nuevamente la madre tierra debió enjugar lágrimas, estremecerse con los gritos
de agonía y desesperación, empaparse dolorida con la sangre de sus hijos y
recibir amorosa sus cuerpos sin vida. Al fin, cuando la luz de la razón auyentó
las tinieblas de la locura fratricida; los hombres, mujeres, niños y ancianos
contemplaron la tierra ensangrentada, los campos asolados y las construcciones
derruidas por la espada de Marte. Pero la terrible visión no les amedrentó: Por
sus narices penetraba el aroma de poleo, rosas, claveles y romerillo; el sol
del amanecer era saludado por el canto de tencas, canarios, jilgueros y golondrinas
que volaban rozando el agua de ríos bordeados por pataguas y sauces… los
chilenos eran testigos del nacimiento de un nuevo país y serían los artífices
de su patria.
Habían transcurrido casi tres siglos desde que don Pedro de
Valdivia había soñado con lo que se empezaba a materializar en los corazones de
los hijos de esta tierra. Ese sueño, que quizás no era el sueño de un solo
hombre, sino que las ansias de toda la humanidad, podía hacerse realidad en
esta tierra que se simbolizaba ante el resto del mundo en la estrella solitaria
que, desafiante y sin más recursos que la voluntad de alcanzar un ideal, brilla
serena buscando su lugar en el universo.
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